
De lo mejor que tiene mi trabajo es que en el despacho mi mesa está asomada a un enorme ventanal que da a una calle importante. Sé cuales son las calles importantes de Barcelona porque tienen árboles (las hay mas anchas y transitadas que esta, pero esta es más importante por los árboles).
Mientras escucho como respiran los servidores a mi espalda, imagino que el rumor de ventiladores es el sonido del viento que mueve los ebónimos. Estos árboles abanican mi aburrimiento y son el supermercado de los loritos verdes.
Estos loritos, que en realidad son cotorras argentinas -y parece ser que proceden de la irresponsabilidad de la gente que suelta mascotas exóticas- se pasean por las ramas adoptando posturas imposibles, cortan con el pico los racimos de bayas azules, se las introducen en la boca y después tiran la cáscara al suelo o a la cabeza de las señoras pijas que pululan por estas aceras. Por lo visto son una plaga, pero a mí me parecen monísimas y me encanta que hagan la puñeta a la burguesía ociosa que va de compras. También me gusta cuando las señoronas pisan cagadas de perro por llevar la cabeza tan alta, pero esto forma parte de otro episodio.
Y entre tantas cavilaciones estúpidas me pregunto en qué estareis pensando ahora quienes me leeis desde China, desde Moscú, desde El Cairo y desde tantos lugares de ultramar... Me pregunto si os imaginais cuanto me sorprende, o lo importante que me hace sentir saber que esta ventana que se abre aquí, asomada a una esquina de la zona alta de Barcelona, llega hasta vuestras remotas vidas, como un lorito verde venido de muy lejos.